Un día cualquiera en la ciudad
Marisa García-Merita (presidenta CVPM)
María se despertó y miró su viejo reloj, las 9. Buena hora -pensó- Se levantó con precaución, le habían dicho que no lo hiciera de golpe que a sus 85 años eso era muy peligroso, y se dirigió al cuarto de baño para ducharse. ¡Maldición! gritó al comprobar que alguien le había desregulado la temperatura del agua. Ahora tendría que conseguir acertarlo de nuevo, odiaba aquellas palancas modernas que para aprender a usarlas tenías que hacer un curso de fontanería. Decían que eran más bonitas, puede ser, pero ella prefería las de toda la vida una para el agua caliente (roja) y otra para la fría (azul).
Superado el incidente, se vistió, desayunó unas galletas y café con leche hecho en cafetera italiana. De momento se había conseguido resistir a hacerse el café en esas máquinas a las que le ponías una capsula y salía la cantidad de café que estuviera programada. Es verdad que su cafetera italiana a veces le costaba desenroscarla, pero ella prefería la libertad de ponerse el que quisiera y las veces que quisiera. Cogió su bolso y su bastón y abrió la puerta de la casa. Al cerrar recordó que tenía que hacerlo siempre con dos vueltas de llave. Al salir a la calle casi la atropella un patinete. Pensó “mira que soy torpe la de veces que me han advertido que lleve cuidado con las bicis y patinetes y que al cruzar la calle mire para todos los lados varias veces. Bueno -pensó- vamos a enfrentarnos a la ciudad, y armada de valor se dirigió al supermercado.
Tenía que comprar varias cosas y, tal y como le había indicado su hijo, poner atención a las fechas de caducidad y a los ingredientes. Era muy importante que no llevará azucares añadidos, ni grasas saturadas, ni demasiados conservantes. ¡Ah! y fijarse, si compraba, por ejemplo, bebida de avena que llevase bastante avena. La marca que usaba era muy buena, llevaba un 10%. El primer día que se lo explicaron quedó muy sorprendida, ¿además de agua que sería el restante 90%?. Sin perder más tiempo se puso a intentar averiguar donde estaba la fecha de caducidad de la crema de calabaza que llevaba en la mano. Uf, pensó, no la veo por ninguna parte. Por fin la encontró, pero su alegría duro poco, la letra era tan pequeña que no conseguía verla. Se puso las gafas, nada, imposible. Quizá debería comprarse una lupa y llevarla siempre encima, pues no le pasaba solo en los supermercados. Le pidió a un joven que estaba a su lado si se la podía leer, este con esfuerzo consiguió verla y se la dijo. Pero claro -pensó María- no podía estar molestando a la gente con cada producto que comprase, además los ingredientes también estaban impresos con una letra minúscula que renuncio a leer. María solo había escogido 5 cosas, pero las colas en las 6 cajas que estaban funcionando, eran importantes y de gente con muchos productos. Miró a ver si había alguna caja rápida, pero no vio ninguna. Se resignó a pedirle a alguien el favor de que la dejase pasar. No hubo problema una señora la dejó inmediatamente. María pensó ¿por qué no se le habrá ocurrido a ningún supermercado poner una caja dedicada exclusivamente a personas mayores, lleven pocos o muchos productos? ¡En tantas cosas dependías de la bondad de la gente que se prestaba a ayudarte! Recordaba lo que le dijo una amiga que sufría una importante discapacidad, pero no visible. “Estoy harta de decir perdone es que soy discapacitada”. Veras -siguió diciendo- el otro día para entrar en el Alcázar de Sevilla llegabas a la ventanilla enseñabas el carné y pasabas. Pero claro, antes tenías que llegar a la ventanilla y aguantar las miradas acusadoras de todos los que componían la inmensa cola que creían que te estabas “colando” y repetir la dichosa frase: “perdone es que soy discapacitada”
María salió del supermercado, se detuvo en el paso de cebra, miro a un lado y a otro para ver si venía algún vehículo que la pudiese atropellar y se lanzó al cruce.
Miró su reloj, que rabia ya eran las 12.30 la ventanilla del banco para ser atendida personalmente estaría cerrada y ella no conseguía aclararse con los cajeros automáticos. Lo había intentado, pero le resultaba complicado contestar a las preguntas que le iba haciendo el cajero: ¿Débito o Crédito?……. Bueno ya sacaría dinero mañana.
Cuando entró en su casa dejó los alimentos que había comprado en la nevera y se sentó en su sillón orejero, respiro profundo y se dispuso a escuchar la radio. La televisión no le gustaba, en las mesas de debate, hablaban todos a la vez y gritando, de manera que no conseguía entender nada. Antes de adormecerse un poco pensó: “la verdad es que no he hecho casi nada en tres horas y media, pero bueno he sobrevivido.
