EL MUSEO, ¿UN CEMENTERIO CON BUENA SALUD?
Albert Ferrer Orts
Universitat de València
En realidad, habitamos lugares en los que hasta hace no demasiado había cierta separación entre vivos y muertos, entre el bullicio cotidiano y el silencio eterno. Ciudades para vivos y otras tantas para quienes ya no lo están, cada una con su organización, sus reglas y costumbres. Ahora, sin embargo, los límites antaño claros se van difuminando entre estos dos grandes espacios, pues los unos y los otros no dejan de crecer generalmente habitados por personas o lo que de ellas va quedando recluidas tanto en sus domicilios como en residencias y, más allá, columbarios y cementerios, cuando no esparcidos a la intemperie.
Ya desde antiguo existe la creencia de que la muerte nos iguala a todos en la hora de la verdad. Un trance, el trance por antonomasia, que suele democratizar a ricos y pobres, religiosos o no, buenos y malos, agraciados y desgraciados, y tantas comparaciones como se quiera, cuando se deja de ser persona y se es un cadáver. Aunque esta aseveración no es del todo cierta, salvo en lo fundamental, puesto que hay cuerpos que se extravían, esfuman, volatilizan, dispersan, pierden… se acumulan en fosas comunes o sirven para que la ciencia avance, mientras que otros -la mayor parte, para ser sinceros- siguen distinguiéndose de sus semejantes en apariencia dependiendo del tipo de tumba que los acoge. La jerarquía se impone hasta sus últimas consecuencias, inevitablemente.
En general, no solemos dejarnos caer por los cementerios si no es estrictamente necesario, a menudo ni aun así. Y no lo hacemos seguramente porque evitamos a toda costa enfrentarnos al futuro desde el pasado, puesto que el presente no existe en esencia dado su carácter fugaz y escurridizo. No queremos ver nuestro final, ni siquiera comprender que pueblan el planeta más muertos que vivos y que así fue y será por los siglos de los siglos.
Añoramos a quienes queremos, pero ignoramos a una inmensa mayoría, también a gran parte de los que han sido vecinos o conocidos, simple y llanamente por engañar la presencia de la muerte y su caprichosa cercanía merodeando aquí y allá aun cuando el paisaje urbano del que formamos parte, da igual el lugar y el momento precisos, se conforma a base de sedimentos que ya estaban cuando nacimos, nacieron nuestros progenitores y así sucesivamente. Algo que se prolonga de igual modo hacia adelante, afectando exactamente de la misma forma a quienes nos suceden. Nada ha sido lo mismo siempre.
Tampoco el paisaje que nos es más o menos familiar por su cercanía y afecto, siempre en transformación, nunca idéntico, distinto a pesar de que no solemos verlo y nos resistamos a aceptarlo como axioma. Tal como la fauna, la climatología y todo lo que nos rodea. Todo tiene fecha de caducidad a nuestros ojos, solo la renovación constante, las más de las veces imperceptible, desmiente la inmutabilidad de las cosas.
La muerte, pues, impregna hasta el más nimio detalle del planeta que nos acoge, nada escapa a su influjo, todo pivota entorno suya aunque no seamos conscientes y no queramos verlo a lo largo de nuestras respectivas existencias. Esa misma naturalidad con la que se hace patente su presencia, acostumbrados como estamos a hacerla imperceptible voluntariamente generación tras generación, en especial cuando aquello material parece aferrarnos más todavía a lo tangible por perecedero que sea, hace que sobrevaloremos nuestras propias realidades efímeras y las sobrepongamos a las verdaderas, sin las cuales quizás nada de lo anterior tendría sentido. Aun queriéndolo esconder y minimizar. El milagro de la vida, de la existencia, se cimienta sobre lo inerte, lo que un día fue y dejó de ser.
Así las cosas, la parcela del ser humano que trasciende gracias al arte y la arquitectura en nada se diferencia de todo aquello que conforma su aventura -con tintes de peripecia en tantas ocasiones-, en suma, su supervivencia alrededor del globo terráqueo y sus intentos de proyectarla más allá de él. Porque desde que la historia del arte comenzó a abrirse camino entre las disciplinas humanísticas, hace de eso algunos siglos con la publicación de las primeras biografías de artistas (al menos, en Europa occidental), quienes se han dedicado a rehacer personalidades y adscribirles obras pretéritas de modo generalizado, encasillarlas en estilos, y, con ellas, períodos en consonancia con las grandes etapas de la historia, a menudo coincidentes con lo acaecido en campos como la literatura, la música, la danza, el cine u otras manifestaciones afines en este sentido. Una labor que se fue complementando con la creación de los primeros museos propiamente dichos de carácter público, en combinación con las colecciones de ámbito privado, de más amplia trayectoria. Espacios en los que acumular restos arqueológicos junto a obras de arte pertenecientes tanto a la cultura occidental como a otras culturas y civilizaciones. Wunderkammers, en un concepto amplio, que han ido redefiniéndose paulatinamente a medida que nos acercamos a la actualidad, así como especializándose de acuerdo con modernos criterios museológicos y museográficos.
Partiendo de la premisa que nada es para siempre y, por ello, atesorar lo que define la huella del ser humano desde la prehistoria se convirtió en objetivo prioritario, la mayor parte de estos espacios se fue especializando, toda vez que adquiriendo nuevos significados, ligados a símbolos como la nación, aunque no fuera necesariamente el objetivo de todos los museos y colecciones, pues muchos de ellos surgieron por otros motivos, en general mucho más prosaicos.
Lo que nació centurias atrás con una clara utilidad y un uso determinado a nivel comunitario e individual pasó de súbito -en el primero de los casos- a carecer de tales atributos al ser bruscamente enajenado, así como a su inventariado y depósito en instituciones provinciales después de la desamortización. Un fenómeno sin precedentes más allá de lo acaecido en la guerra de la independencia y en el trienio liberal, refiriéndonos a España en concreto, pero con precedentes en otras demarcaciones vecinas, especialmente la Francia revolucionaria. Nunca se es completamente original.
Cantidades insospechadas de arte sacro en su conjunto, creado paulatinamente con finalidades precisas para la liturgia, la oración, la expiación y el ornato de complejos y edificios conventuales fueron almacenándose, mientras sus arquitecturas iniciaban otra vida distinta para la que habían sido creadas, en no pocos casos el comienzo de su fin, primero en manos del estado y después en las de nuevos propietarios. A partir de entonces, sus respectivas funciones y la dejadez en su mantenimiento fueron determinando su destino, en el que el expolio de su mobiliario, sus archivos y bibliotecas clausuraba una larga etapa histórica y abría otra bien distinta.
Aquel generoso caudal, entre material e inmaterial, fue acomodándose ex novo a espacios no previstos en aquel momento, ni mucho menos preparados para semejante menester sin precisar de suficiente personal, menos aún preparado, ni garantía de custodia, conservación y conocimiento por parte de quienes se dedicaban a la investigación, bastante rudimentaria entonces -más allá de voluntariosa- hasta bien entrado el siglo pasado. En definitiva, gran parte del patrimonio histórico-artístico del país, incautado, troceado, descontextualizado y pendiente de su depósito definitivo en manos no expertas que tendrá sus consecuencias y no siempre afortunadas, por desgracia.
Ciñéndonos a la vertiente artística, salvo el Muso Nacional del Prado -fundado en 1819 con otra nomenclatura y los fondos de la Casa Real- y de diversas colecciones privadas, algunas de prestigio, abiertas al público desde hacía tiempo, la acumulación de obras cuantitativamente era la tónica habitual lejos todavía de su exhibición en condiciones. Miles y miles de obras de distinta naturaleza se acumulaban, caso semejante a otro tipo de cultura material desamortizada. De manos muertas este riquísimo legado pasó a depósitos fúnebres a la espera de su catalogación, exhibición y posterior estudio, a la manera de autopsias que redundaran en su estado de conservación y trascendencia histórico-artística.
Algo que vinieron a paliar los museos provinciales que fueron surgiendo dispersos por la geografía estatal, para lo que se acondicionaron un buen número de edificios, nacidos para otros usos en la mayoría de los casos, por no decir en todos ellos. Un caos monumental a pesar de las buenas intenciones de sus sucesivos gestores, poco a poco mitigado gracias a nuevos criterios y metodologías surgidas con el tiempo, como la museografía, la museología, los avances en la restauración y en la historia del arte, aunque con el hándicap -hasta ahora insalvable- de la falta de profesionales para su adecuada gestión.
En suma, una acumulación de objetos pretéritos en busca de discurso cuando su razón de ser y naturaleza fueron otras desde sus orígenes, una contradicción permanente a la que se enfrentaron sine die desde su descontextualización premeditada. Un statu quo que aumentó su complejidad a medida que aquel depósito ingente fue progresivamente incrementado con nuevas adquisiciones y legados beneméritos con los que diversificar sus fondos.

