RECUERDO DE SIRACUSA
Jesús Piquer Bestuer.
Querida Melissa.
Te quiero. De sobra sé que no podías rechazar tu nuevo empleo: gerente de una empresa de biodiversidad en Richmond, Virginia, EEUU. En cambio, yo perdí mi empleo en Random House Editorial. Cuánta razón tenías cuando me decías que era manejable, influenciable y fácil de convencer. Sé que no podías más y como Mazón el pasado 3 de noviembre, tú también me has presentado tu dimisión.
Apenas me quedan 2000€ de todo lo que me dejaste en la cuenta. La luz, el agua, el maldito alquiler…
Qué bonita está Valencia, con sus luces, sus escaparates, ya empieza a oler a Navidad. Salgo de la Estación del Norte y ya ha anochecido. En el semáforo en rojo de la plaza de toros veo unos trileros. Un hombre parece que acaba de ganar 20€. Los vuelve a mover, la bola está en el vaso del centro. Estoy seguro. Otro hombre con cara de no haber tenido un buen día apuesta 50€ al vaso del centro. ¡Pierde! La bola estaba en el de la izquierda. ¡Increíble! El semáforo se pone en verde y los trileros desaparecen igual de rápido como aparecieron. Es el nuevo tocomocho.
Hay una larga cola en el cajero. La fiebre del gasto. Espero mi turno. En eso que una anciana con pelo color ceniza y un enorme medallón en el escote se queda mirándome. Yo también la miro.
_ ¿Te gusta? Me dice, señalándome el medallón.
_ Sí. Parece de plata.
Hay un largo silencio entre los dos y luego me empieza a decir.
_ No parece. Es. Se trata nada más y nada menos que del medallón de Santa Lucía de Siracusa. La Santa lleva en un pequeño plato sus ojos. Con posterioridad se le añadieron 8 pequeñas perlas y balines ensamblados de manera manual. Está acuñada en el año del señor de 1381. El mismo año en que se fundó su cofradía. El rey Martín el Humano concedió permiso en 1399 para la construcción de su ermita y de una casa anexa para los cofrades. Estos en 1410 cedieron parte de su huerto para construir el dormitorio de los locos del Hospital General. Todo consta en los archivos de la cofradía y tengo una copia que certifica todo ello.
Estaba obnubilado con tanto dato y tanta fecha. Se nos pasó el turno en el cajero, pero a la señora no pareció importarle.
Continuó con su historia. Yo la miraba a los ojos. Parecía tan convincente.
Este mismo medallón perteneció al Papa valenciano Calixto III hasta su fallecimiento en Roma en 1458. El medallón regresó a la capital del Turia, pero se le perdió la pista tras la conquista de Valencia en 1812 por las tropas francesas del Mariscal Suchet.
Fue un loco llamado Eustaquio quien lo encontró en la cueva de Quillota, en Chile, a principios del siglo XIX. Cómo fue a parar allí es un misterio y cómo regresó a su ermita natal de Valencia, otro. Lo cierto es que, en plena Guerra Civil, una niña francesa llamada Claudia Bayo lo salvó. Cuando el Comité Republicano se disponía a incendiar la pequeña ermita, esta avisó al consulado francés, que la declaró parte de su territorio, y por lo tanto, inviolable. Al finalizar la contienda, en la primavera de 1939, el medallón se le otorgó a Franco en agradecimiento.
Me estaba quedando estupefacto. La anciana entonces me dijo.
_ Mire, caballero, mi hijo trabaja en la cafetería del bar de la estación, si quiere se lo presento y él le podrá contar mejor que nadie lo que pasó el día del milagro. Estará a punto de terminar su jornada.
Me senté en una mesa donde ya me esperaba un hombre que estaba allí cenando. Me pedí un café. Era un hombre de mediana edad, bien vestido y con el pelo engominado a lo Mario Conde. Cogió el medallón de su madre y me dijo:
_ ¿Le interesa?
Apenas logré balbucear un «tal vez».
La anciana estaba ahora en la barra del bar hablando con una joven que distraídamente había dejado el bolso justo a su lado. En pocos segundos un chico joven se le acercó, le robó el bolso y salió huyendo, mientras la joven gritaba:
_ ¡Al ladrón. Me ha robado el bolso!
El hombre apenas se inmutó. Es más, me dijo:
_ Aquí no te puedes fiar de nadie, en cuanto te descuidas te dejan limpio.
Y luego prosiguió:
_ ¿De verdad quieres saber lo que ocurrió el día del milagro? Es un secreto que guardo celosamente desde hace tiempo. No todo el mundo cree en los milagros.
_ Cuénteme pues.
_El día del milagro todo ocurrió muy deprisa. Era una tarde de poniente de un octubre ventoso. Arreciaba el viento con fuerza. Asomado al balcón de mi octava planta veía pasar infinitud de pájaros, grandes y pequeños. Migraban hacia el Sur en busca de un clima más benigno. En eso que mi hijo de apenas tres años se subió a la barandilla y se tiró al vacío. Lo oí gritar y lo vi caer, pero no tocó el suelo. Un ave de gran tamaño lo cazó al vuelo con sus garras y se posó suavemente sobre el balcón, dejando a mi hijo a mis pies.
No se creerá lo que estaba viendo. El ave era una arpía, con cuerpo de pájaro y cabeza de mujer.
Cuando empecé a tranquilizarme, me fijé en que llevaba colgando el medallón de Santa Lucía.
Como la miraba con asombro me contó que de joven se lo robó al mismísimo Caudillo, estando este en la Albufera de Valencia matando fochas y patos. Me dejé caer en picado y se lo robé de un zarpazo. Oí dos disparos. Falló.
Con el alboroto del niño y oyendo esta historia tan increíble, se me había quemado el pollo y me había quedado sin cena.
_ Y ¿qué hizo con la arpia?
_ Me la comí. Al horno, con cebollas y patatas. Eso sí, le corté la cabeza previamente y la eché a la basura.
Como comprenderá me quedé con el medallón.
Yo no salía de mi asombro.
Empezó diciéndome que no me lo podía vender, pero luego me dijo que en verdad le traía malos recuerdos: el niño cayendo desde el balcón y la indigestión de la cena.
Tras regatearle el precio, me lo terminó dejando por 2000€. Todo lo que me quedaba y que saqué del banco allí mismo para pagarle. Mas pensé: El medallón bien lo vale.
El hombre una vez realizada la transacción, se levantó y tras un cordial saludo se marchó.
Le dije al del bar que se cobrara mi café.
_ Y la cena del señor, ¿quién la paga?
_ ¿La de su camarero?
_ ¿Camarero? Yo ni tengo ni he tenido nunca camarero.
Lo pagué todo y me marché. A pesar de todo estaba contento. Había hecho una buena compra, pero de pronto me vino un temor a la cabeza. ¿No me habrán timado? Me pregunté.
Y fue entonces, querida Melissa, cuando me quedé helado al leer lo que ponía en la parte trasera del medallón.
«Recuerdo de Siracusa».
Jesús Piquer Bestuer.

