LA NORMALIZACIÓN DEL DOLOR

Hay algo profundamente inquietante en cómo vivimos los problemas sociales actualmente. No solo existen, no solo se repiten, se han convertido en parte de lo habitual. Vemos a personas durmiendo en la calle, escuchamos cifras de pobreza o suicidios de cualquier edad, y hablamos del cambio climático mientras compramos ropa hecha por manos explotadas. Lo trágico ya no nos sorprende simplemente forma parte del decorado.

Y esa es, quizá, la mayor herida, la anestesia colectiva. Nos enfrentamos a una sociedad que ha aprendido a convivir con el sufrimiento ajeno mientras se concentra en su propia supervivencia. El racismo, el machismo, la precariedad… se combaten con palabras vacías, con campañas puntuales, con indignación selectiva. Pero cuando la emoción pasa, el sistema sigue intacto.

Detrás de cada problema social hay personas reales. No estadísticas, no titulares. Vidas. Personas rotas por la pobreza. Mujeres que no llegan a casa. Jóvenes que sienten que el mundo no tiene sitio para ellos. Personas mayores en residencias que solo existen en los informes. Y sin embargo, hablamos de todo esto con una distancia peligrosa, es decir, como si dejara de existir en el momento en el que pensamos que no está bien.

No se trata solo de políticas o leyes. Se trata de lo que somos. De lo que permitimos. De lo que decidimos ignorar. Y quizá el verdadero cambio no llegue cuando haya más debates, más campañas… sino cuando empecemos a preguntarnos, de verdad, por qué tanta gente vive en la sombra de un sistema que solo mira hacia la luz.

Natalia Blasco